miércoles, 18 de enero de 2012

MOMENTA / Miseria


Una lágrima helaba su rostro… o al menos eso debería hacer. Pero aquella, no era otra cosa más que una gota de dolor, crudo y caliente como la fragua quema a las vacas con su marca. Si la situación no fuera trágica, sería bonito sentir algo cálido, tibio en aquel mundo frío y cruel—pero aquel no sería el caso, y comenzaba a temer que jamás lo fuera. Esa lágrima no se detendría, como tampoco la fuente de su pena, hasta caer al suelo y fallecer en un mar de ignorancia, lejos de todo aquel al que podría interesarle—en el caso de que tal sujeto existiera; en la improbable situación que a algún transeúnte le temblara el corazón ver aquel cuerpo corroído por la sarna y la rabia, y Bastet sabía cuánto más. Un hilo de baba espumada resbalaba del hocico, y con una mueca de asco, removiéndola con la única pata que aún le obedecía, Madre hizo un gesto con sus orejas. Un doble giro: hacia fuera y hacia dentro.
—LÁRGATE —se traduciría con toda seguridad, todo lo que a aquella señora gata le faltaba. Presionando sus párpados para contener el impulso de un espasmo que le tronara los músculos y los huesos, dirigió una última mirada a su cría más pequeña. Se diría, posiblemente, que no querría que la última vez que la viera, que el último recuerdo que atesorase sobre su quizá pronto desconocida persona, fuese aquella agresiva posición que tomaría. Sin embargo, sabía que si su último esfuerzo se esfumase en una mirada de ternura, su hijo jamás acabaría de dejarla, ni en cuerpo ni en alma.
Sin levantarse—muy bien sabía que aquello sería más que imposible—, extendió una pata con la mayor muestra de amenaza posible, erizando hasta sus pelajes impíos, sus orejas retraídas en rabia. Enseñó las garras a su cría, y las agitó con fiereza, abriendo sus fauces rotas y consumidas. La espuma se dejó ver por unos segundos, y profirió un insulto gorjeado e ininteligible. Y con un amago a incorporarse, tan real que uno no dudaría que aquel animal estaba, literalmente, alzándose en cólera, su hijo huyó.
La gata se abatió en el suelo, derrotada, implorando a la Santa Madre que su muchacho no la viera en aquel lamentable estado; el gato tropezó con una piedra del camino, sus patas inexpertas traicionándolo y haciéndole perder el equilibrio, y rezando perdón si Bastet lo viera caer en semejante falta. La muerte le llegó rápido, mas el perdón no lo alcanzaría hasta mucho, mucho tiempo después. Las lágrimas fueron gemelas en las fatídicas últimas momentas, en aquel tiempo que sólo se mide con pesar, indescriptible en segundos, esbozable en horas, vislumbrable sólo entre gotas de sangre. La paz llegó en el momento en que la última de las lágrimas culminó su camino en la barbilla de Madre. El sufrimiento terminó; su vida cuarta también. La desesperanza hizo su aparición junto a la primera de las que su hijo derramaría aquel día, y por el resto de su vida—vidas quizá también. En aquel ritual dado por partida doble, el ciclo volvía a empezar. Las penas se traspasaban, para llevarse hasta sobrellevarse, de progenitor a primogénito, como La Grande mandaba desde el comienzo de los tiempos; como todos los gatos estaban condenados a obedecer, hasta apropiarse de su dolor: abrazarlo y aceptarlo en el ocaso de su vida novena, cuando, al hacer las pases consigo mismos, se les otorgaría el descanso eterno. Al día siguiente, Madre habría visto ya cuatro ocasos completos, y lloraría un largo camino antes de ver finiquitado su sufrimiento. Su cría desconocía cuánto le quedaba por pesar: si estaba a punto de culminar todo en caso de que un camión lo aplastase, o si aquel bufido de furia y dolor quebrado que Madre había proferido lo había recién comenzado. Sendos maullidos aullaban redención, y sólo uno se encontraba más cerca de alcanzarla. Ninguno de los dos tenía idea de quién la alcanzaría. Ninguno de los dos podía ansiarla más. Ninguno de los dos creyó haber llorado tanto, ni volvería a hacerlo como en aquella momenta. Ninguno de los dos viviría creyó haber vivido en aquella momenta. Uno de los dos se equivocaba.
Para cuando las lágrimas dejaron de arder, ya amanecía, y sólo uno de los dos la sintió entibiarse con el aire helado de la mañana de invierno, mezclado con el amargo regusto del seguiradelante. Hacia la tarde, en aquellas horas de color ocre que aún no terminan su ciclo de calor, y parecen trepar la temperatura con ímpetu y calma, el cuerpo sin cuarta vida de Madre sería hallado, y dado sepulcro bajo las plantas de la plaza principal, o bien arrojado en una bolsa de consorcio junto con otros desechos. Su cría encontraría un amigo unos breves momentos antes.


La cría había dormido con su rostro afelpado aún mojado, y quizá más mientras resoplaba en sueños, bajo los rescoldos aún ardientes de un asado ya cenado, su apacible aroma mezclándose y abriéndose paso hacia el pesar de su inexperto corazón, calmándolo como sólo lo hacen las pequeñas cosas a las pequeñas personas. Bien podría haberlo distraído un insecto extraviado, pero no alcanzaría a calmarlo sino una fragancia perdida. Sin que lo sospechara, aquella llamada de carne asándose a la parrilla le recordaría el sentimiento de paz cada vez que su sensible nariz la detectara, ya no para dejarlo descansar, sino para hacerlo desear vivir más—aunque fuera a costa de los demás.
Entre diarios viejos y abollados, maderas rotas, y polvo de carbón, se había hecho una cómoda cucha, refugio obligatorio de las almas que vagan, suspendidas y sin rumbo. Algunas ratas corretearon a su lado durante lo que restaba de la noche, invisibles a sus ojos cerrados, y se preguntaron si aquella bola de pelo no sería uno más de ellos, sólo que un tanto más grande y con el hocico aplanado. Después de todo, no era más mucho más grande que la palma de una mano. Muy lejos de ser una rata, desconocía toda ley que las dominaba—puesto que creía firmemente que a todo animal que se arrastrara por el mundo, un Algo Elevado lo mandaba y comandaba. ¿Qué sería de las ratas y ratones? A él lo mandaba su Santa Madre, y él no era nada más ni nada menos que un Hijo Sagrado, como cualquiera de sus hermanos, sólo eso importaba en realidad. ¿Su Madre? Las Madres eran las privilegiadas por La Grande para impartir su enseñanza, sus conocimientos. Pero él se había quedado a mitad de la primera lección. Las Virtudes de Origen, las tenía, sí, como cualquier Gato que ose llamarse tal las tiene: aterrizaba en sus cuatro patas, entendía agazaparse ante presas y apresado, desconfiaba de quienquiera que se acercase hasta realizar el examen olfativo correspondiente, se abstenía de emocionarse de verdad y de dejarse llevar y, lo más importante, ronroneaba cuando le resultara conveniente. La primera lección que uno aprende es que tiene todo eso, y que debe honrar a Bastet empleando y respetando las Virtudes. Un gato no aterriza en dos patas porque no sea capaz, sino porque sería una deshonra. El afiance de todo eso por medio de técnicas que bordean la maternidad para entrar en el terreno de la docencia, a aquello no había llegado. El debido respeto, no lo conocía bien. Ese sería su primero error, su desgracia primera. Muy a su pesar, y muy a su ignorar, había dejado de ser Hijo para ser un simple hijo en el más completo de los desconocimientos.
Aquel gato iba a tener nombre. E iba a tener súbdito.

martes, 18 de mayo de 2010

La Pastelera I

Aunque parezca imposible, estoy de vuelta!!

La Pastelera:
Un Crimen Que Va Mucho Más Allá De Una TORTA

Hay una tienda cruzando la avenida Pellegrini, casi a mitad de cuadra entre Buenos Aires y Buenos Vientos. En la lejanía puede advertirse un cartel extraño y de apariencia costoso. “La Pastelera”, reza. Sin embargo, lo que da lugar a considerables risotadas es la lectura del eslogan. Mucho más que una torta, asegura la imagen impresa de la dueña en el escaparate, guiñando un ojo. Claro que no es más que un inocente chiste, piensas sus clientes. Aunque fuera el caso, y sus parientes siguieran con vida, difícil sería para ellos decir con seguridad si lo era realmente. Después de todo, no era más que una viejita de aspecto frágil y dulce —¡Como sus postres!, comentaban algunos— a simple, desconocida, ilusa vista. La mía, por otro lado, era una que toda creencia en la bondad de aquella mujer había inteligentemente abandonado; sólo así habría de conseguir mi objetivo.


sábado, 21 de noviembre de 2009

La Ambición y la Jactancia - Los Murciélagos

La Ambición y la Jactancia ~

Lo que siguió fue otro silencio incómodo, pero como pocos, cubierto cada tanto por un eventual aclarar de su garganta o de la mía.

Luego de un rato —que lo lamento por los que buscan precisión, pero me resulta imposible de medir, espero les alcance con que diga que se hizo eterno—, levanté la mirada, y, sin atreverme a verle a los ojos, afirmé:

—Nadie puede entenderme —se volteó, y lo sentí, pero no pude mirar en sus ojos hasta que, tras segundos, continué. —Al menos, no completamente.

—Pero eso es normal, todos tenemos nuestras diferencias y —intentó excusar, pero lo detuve.

—No es tan simple. Tienen pocas aspiraciones en sus vidas. Vuelan demasiado bajo. Yo tan sólo pienso a futuro, creo que, si tengo algo, tengo también el derecho de mostrarlo. No es malo. Pero ellos ven mis ambiciones y mis jactancias como algo terrible. Prohibido incluso —no hacía más que asentir ante mis quejas, pero no me importaba. Realmente necesitaba descargarme en alguien. —Creo que deberían saber bien de qué me acusan antes de hacerlo. —saqué un diccionario de la mochila. —Mira.

—No es necesario...

—Sí lo es —rugí. No me importó lo violento y frenético que sonaba y me veía. Tras meses de intentar sobrellevarlo, finalmente podía hablar de ello. —Ambición: pasión por conseguir poder, fama, etcétera. ¿Ves algo malo? —no lo dejé replicar, simplemente pasé a otra página. —Jactancia: alabanza presuntuosa de sí o de algo que uno posee. Presuntuoso, -sa: —mi tono iba en aumento— lleno de presunción y orgullo. Presunción: acción y efecto de presumir. Presumir: mostrarse satisfecho en exceso de uno mismo o sus cosas.

Me di una pausa para respirar. Había dicho todo aquello con rabia, y a una velocidad tal, que dudaba mi acompañante realmente hubiera oído. Una vez recuperé el aliento, dije, señalando al vacío en una expresión desafiante:

—No tienen autoestima y no quieren que yo la tenga tampoco, o simplemente son ignorantes del verdadero significado de lo que dicen. O... —bajé el dedo. No pude continuar.

Los Murciélagos ~

Me callé y bajé la mirada una vez más. Me abracé para protegerme del frío. Del frío de sus pensamientos acusadores, revoloteando en mi mente, como repulsivos murciélagos. Monstruos disfrazados. Pequeños perros en cubierto. Si los miras de cerca verás que se parecen. Te sentirás atado a ellos, y no podrás ver que en realidad son algo más. Diferente. Ni una pizca de ternura o inocencia hay en ellos. Pero te engañarás, porque no quieres aceptar que el cachorro tiene alas de demonio, colmillos de serpiente, y un afán por tu sangre que rivaliza al de un verdadero vampiro.

Esperó unos momentos hasta verme calmar. Entonces, finalmente se atrevió a preguntar.

—¿O?

—O simplemente no les importa en lo más mínimo lo que tenga para decir —levanté la mirada una vez más, y busqué en sus ojos una respuesta. No la hubo. Hice una mueca, pensando: “Lástima”. —Creo que piensan que todo lo que digo es estúpido. Nunca tiene sentido para ellos. No me toman como una persona seria. Es gracioso, porque en realidad lo soy, es sólo que, cuando los conocí, quise empezar de cero. Ser otro yo. Al principio era maravilloso. Era tan perfecto. Fue el mejor verano de mi vida. Pero cuando terminó... —incapaz de expresar los sentimientos de decepción y depresión de los últimos meses, me limité a suspirar—. Creo que me equivoqué. Debí ser yo mismo. Ahora lo sé —reí histéricamente. Fue una única carcajada, pero cargada del mayor nerviosismo que cualquier otra hasta aquel momento. — ¿Y tú que opinas?

lunes, 12 de octubre de 2009

Sick and Tired

Ya estoy harto. Harto de esta maldita rutina en que se ha convertido mi miserable vida. Sí, miserable. Entre la escuela, Inglés, Japonés y Teatro, ya no tengo tiempos.
El poco tiempo que queda entre tareas y clases, lo consumen las dos cajas idiotas. Ya no leo. Ya no escribo.

Las salidas con mis amigos, ya no las disfruto. Siento que no los conozco. No puedo integrarme en sus conversaciones. Los siento como si fueran extraños. Mi mejor amiga, la única persona a la que realmente puedo, y quiero llamar mejor amiga, siento que nuestra relación se desvaneció.
¿Qué pasó con esos días de verano? Cada instante de nuestras vidas, la pasábamos todos juntos. Fue el mejor verano de toda mi vida. Pero desde que empezó la escuela... de mal en peor.

Lo voy a decir: me diste envidia, amiga amalgamada. Y mucha. Vos y yo estábamos separados del resto hasta el año pasado. Cuando me dijiste que te ibas a cambiar de escuela, al colegio del sol, Dios, cómo te odié. Iba a ser yo el único excluido. El único que siempre estaba separado del resto.

Los del Sol y los de la Mañana del Supe. Todos juntos. Podían reunirse siempre que quisieran. Todos al mismo horario. Excepto yo. Quedé pudriéndome solo. Cómo los odié, y a la vez extrañé, a todos ustedes.

Fueron meses y meses de depresión. En vacaciones de invierno tampoco pudimos vernos mucho.

Ahora, los fines de semana ya no los puedo disfrutar.

Antes del receso por la gripe A, creo yo, no podía esperar a que llegaran los fines de semana para verlos. Me daban ganas de llorar de la emoción cada vez que nos reuníamos. Pero ahora. Ja! Ahora siento que no los puedo ni ver.

Y peor, hay veces en que siento cómo me juzgan. Ustedes no me entienden. Confunden mi ambición con envidia y codicia. Y no dudan en recordarme su opinión siempre que pueden. Otras, se ríen de lo inútil que soy.

Sí, se que exagero. Siempre lo hago, por eso me parece muy difícil diferenciar cuándo se están riendo de mí en serio, y cuándo es solamente una joda.

Quiero que ésto cambie. Quiero que la escuela se termine, que toda la rutine se termine. Quiero estar con ustedes. Quiero recuperar mi amistad con ustedes. Pero más importante, quiero volver a ser tu verdadero amigo amalgamado.

sábado, 22 de agosto de 2009

Amalgama, Segunda Entrega

No sabía qué hacer. En realidad, nunca sabía qué hacer cuando me echaban del aula, acontecimiento que, muy a mi pesar, sucedía casi a diario, de modo que decidí partir hacia la biblioteca.
Aquel lugar siempre me resultó acogedor: era mi refugio del cruel mundo exterior. Los libros que me rodeaban y podía tomar a gusto eran mi pasaje a una realidad en la que no era otro fracasado más. Era quien yo quisiera ser. Por eso los amaba tanto. La posibilidad de sumergirme en una vida ajena e interesante me resultaba indescriptiblemente maravillosa.
Tomé un viejo volumen de la repisa sur y me senté. A pesar de haber leído mil millares de veces Alma Katyr, siempre me resultaba divertido hacerlo nuevamente, descubriendo un detalle que antes me había perdido, buscando una interpretación diferente a sus palabras.
Al finalizar cada capítulo, miraba por sobre las amarillentas hojas “ecológicas”. Sin embargo, el lugar estaba desierto, como solía estarlo siempre. Fue así hasta que llegué a terminar con la primera parte del libro.
Esperando no encontrar nada, no observé con mucho detenimiento, y, sumado al hecho de que el movimiento de cabeza se había vuelto tan automático, tardé unos capítulos más en darme cuenta de que, efecto, había alguien más aparte de mí. Medio sintiendo una presencia, al concluir la lectura del capítulo tres, dirigí una decente mirada a lo largo de la biblioteca. Tal como había supuesto, no estaba solo. Había un muchacho más. Me clavó unos ojos turquesa que me petrificaron. No podía siquiera parpadear. Su gélida y profunda mirada me había paralizado. El brillo del sol que se colaba por las ventanitas detrás suyo volvían resplandecientes y dorados sus desordenados cabellos, los cuales supuse serían normalmente color café. Es más que seguro que abrí la boca, sin alcanzar a decir nada, en una especie de humillante estado de shock.
Pasados unos segundos, sin dejar de observarme fijamente, se levantó. Dejó el libro que estaba leyendo en mi mesa, y se fue. El contacto visual se rompió sólo cuando las puertas de roble, a medio pudrirse, se cerraron. Sólo entonces volví a tener control de mi cuerpo.

martes, 18 de agosto de 2009

Franzi: Bienvenida/Welcome/Willkommen

Hoy llegó a nuestro querido curso una alumna nueva. Alemania, tal es su procedencia. Espero se sienta bienvendida, incluso a pesar de todo lo que la sofocamos hoy invadiendo su espacio personal, y que seamos buenos amigos. Por más que no entiendas demasiado español, estás OBLIGADA a visitar mi blog.
Aún no me cierra el hecho de que hayas querido venir hasta el miserioso e inexistente culo del mundo, pero acá estás. Yo tuve a una estudiante de intercambio en mi casa antes: Alessandra, mi hermanita italiana. Durante las primeras semanas sé que se extraña, asíque habla conmigo cuando quieras, que el sistema lo conozco.
Para que sepas: pienso seguir tus pasos e irme yo también de intercambio cultural, pero a Suecia.
Sin más, deseo conocerte mejor a vos, tu cultura, y que tengas una muy buena experiencia en Argentina.
Esteban/Testi/Steve/Como sea que quieras llamarme.

Por se que recién llegas (calculo), acá tenés la versión en inglés:
Today, a new student joined our class. Germany, that's were she's from. Although we were a little too much interested in you and may have scared you, I hope that you felt welcomed and that we may become friends in the future. Even if you don't understand Spanish much yet, you HAVE TO visit this blog, at least occasionally.
I still don't get the reason why you're here, but here you are ! I had a cultural exchange student (an Italian girl named Alessandra) at my house a couple of years ago, so I know how difficult can the first weeks be: don't hesitate in talking to me if you want to.
Just so that you know: I plan to do this experience too, but in Sweden.
I think there's nothing else to say, so I wish you a good experience here in Argenina, and to get to know you and your culture.
Esteban/Testi/Steve/Howeve you like to call me

viernes, 14 de agosto de 2009

Amalgama, Entrega 1

Hay una muy especial ceremonia cuando alumnos nuevos ingresan en un curso ya establecido. Los grupos formados con anterioridad integran a unos pocos selectos.

Algunos salen favorecidos, y se unen a los “Directivos”, como son llamados los populares, líderes del rebaño estudiantil. Los requerimientos son simples: dinero y belleza. Si los tienes, tienes garantizada una posición estratégica: serás de capaz de conseguir todo cuanto quieras. Sin embargo, éste, lamentablemente, puesto que carecía de ambos, no era mi caso.


Tarde.

—Como siempre —nunca olvidaban recordarme mis tan queridos compañeros.

Es casi indescriptible cuánto los odiaba, ¡Y con razón! Me habían excluido desde el día en que crucé la entrada de Saint Frederic, una de las más prestigiosas y antiguas instituciones del solemne país de Lekishire. Nunca nadie osó contrariar a los Directivos. Bueno, casi nadie debo admitir. Leah e Iluenr fueron los únicos que se apiadaron de mí y decidieron hablarme. Quizás, porque ellos también eran parte del grupo de los rechazados, incluso por los demás rechazados sociales.

Fueron sus rostros los primeros que vi cuando abrí la puerta, con lentitud y sigilo. Me devolvieron una mirada nerviosa e intenté llegar a mi pupitre con cuidado. Sin embargo, mi eterna torpeza me condenó una vez más. Golpeé la pierna con el banco de Charlie Simmons, uno de los miembros de la elite aristocrática del salón de clase. Me miró. Su boca esbozó una sonrisa burlona que me paralizó del terror y dijo, en una voz exageradamente alta y chillona:

—Ten más cuidado, amigo Steve.

Como es obvio, la profesora llegó a escucharlo. Se volteó violentamente y me fulminó con la mirada.

—Siéntese, Morrison —sentenció, aunque había sido exactamente eso lo que intenté hacer, de modo que me encaminé cabizbajo, sintiendo cómo clavaba sus profundos y oscuros ojos pardos en mi espalda como afiladas navajas—. Espero que esta decepcionante conducta no se repita —agregó, enfatizando la palabra “decepcionante”, en cuanto conseguí llegar.

Sin más, con aquella misma asombrosa velocidadde antes, irracional para su edad, volvió a darse la vuelta, y prosiguió con la explicación de lo establecido por la Ley de Cero Contacto de 1920.

—Mal día para retrasarse —comentó Leah en voz baja—. La segregación de la Ley la pone de un humor aún peor que el habitual.

—Lo sé, pero no esta vez no tuve yo la culpa de la tardanza, el maldito motor del bus murió a mitad de camino, tuve que correr hasta aquí, y... —no terminé la frase.

Mi amiga había enmudecido, su rostro mostraba una mezcla de asombro y temor. Intentó decir algo, pero sólo consiguió tartamudear. Acabé por darme cuenta de lo que intentaba decirme, pero ya era demasiado tarde.

—¡Morrison! —exclamó la profesora, golpeando rabiosa mi pupitre con una regla, tan cerca de mi mano que pude sentir dolor—. Le concedo que llegue tarde, pero… —bajó la voz unas milésimas, y luego exclamó: —¡No toleraré que falte el respeto a aquellos que dieron sus vidas, luchando para destituir el régimen de Tolerancia Cero!

No sabía qué decir. Quería disculparme, pero no podía pensar en las palabras correctas para hacerlo. La mujer me lo solucionó, echándome casi a patadas del salón de clase, mientras las miradas se centraban en mí, tan hirientes como la expresión de la profesora. Las sentí escoltarme hasta la puerta.