Una lágrima helaba su rostro… o al menos eso debería hacer. Pero aquella, no era otra cosa más que una gota de dolor, crudo y caliente como la fragua quema a las vacas con su marca. Si la situación no fuera trágica, sería bonito sentir algo cálido, tibio en aquel mundo frío y cruel—pero aquel no sería el caso, y comenzaba a temer que jamás lo fuera. Esa lágrima no se detendría, como tampoco la fuente de su pena, hasta caer al suelo y fallecer en un mar de ignorancia, lejos de todo aquel al que podría interesarle—en el caso de que tal sujeto existiera; en la improbable situación que a algún transeúnte le temblara el corazón ver aquel cuerpo corroído por la sarna y la rabia, y Bastet sabía cuánto más. Un hilo de baba espumada resbalaba del hocico, y con una mueca de asco, removiéndola con la única pata que aún le obedecía, Madre hizo un gesto con sus orejas. Un doble giro: hacia fuera y hacia dentro.
—LÁRGATE —se
traduciría con toda seguridad, todo lo que a aquella señora gata le faltaba.
Presionando sus párpados para contener el impulso de un espasmo que le tronara
los músculos y los huesos, dirigió una última mirada a su cría más pequeña. Se
diría, posiblemente, que no querría que la última vez que la viera, que el
último recuerdo que atesorase sobre su quizá pronto desconocida persona, fuese
aquella agresiva posición que tomaría. Sin embargo, sabía que si su último
esfuerzo se esfumase en una mirada de ternura, su hijo jamás acabaría de dejarla,
ni en cuerpo ni en alma.
Sin
levantarse—muy bien sabía que aquello sería más que imposible—, extendió una
pata con la mayor muestra de amenaza posible, erizando hasta sus pelajes
impíos, sus orejas retraídas en rabia. Enseñó las garras a su cría, y las agitó
con fiereza, abriendo sus fauces rotas y consumidas. La espuma se dejó ver por
unos segundos, y profirió un insulto gorjeado e ininteligible. Y con un amago a
incorporarse, tan real que uno no dudaría que aquel animal estaba,
literalmente, alzándose en cólera, su hijo huyó.
La gata se
abatió en el suelo, derrotada, implorando a la Santa Madre que su muchacho no
la viera en aquel lamentable estado; el gato tropezó con una piedra del camino,
sus patas inexpertas traicionándolo y haciéndole perder el equilibrio, y
rezando perdón si Bastet lo viera caer en semejante falta. La muerte le llegó
rápido, mas el perdón no lo alcanzaría hasta mucho, mucho tiempo después. Las
lágrimas fueron gemelas en las fatídicas últimas momentas, en aquel tiempo que
sólo se mide con pesar, indescriptible en segundos, esbozable en horas,
vislumbrable sólo entre gotas de sangre. La paz llegó en el momento en que la
última de las lágrimas culminó su camino en la barbilla de Madre. El
sufrimiento terminó; su vida cuarta también. La desesperanza hizo su aparición
junto a la primera de las que su hijo derramaría aquel día, y por el resto de
su vida—vidas quizá también. En aquel ritual dado por partida doble, el ciclo
volvía a empezar. Las penas se traspasaban, para llevarse hasta sobrellevarse,
de progenitor a primogénito, como La Grande mandaba desde el comienzo de los
tiempos; como todos los gatos estaban condenados a obedecer, hasta apropiarse
de su dolor: abrazarlo y aceptarlo en el ocaso de su vida novena, cuando, al
hacer las pases consigo mismos, se les otorgaría el descanso eterno. Al día
siguiente, Madre habría visto ya cuatro ocasos completos, y lloraría un largo
camino antes de ver finiquitado su sufrimiento. Su cría desconocía cuánto le
quedaba por pesar: si estaba a punto de culminar todo en caso de que un camión
lo aplastase, o si aquel bufido de furia y dolor quebrado que Madre había
proferido lo había recién comenzado. Sendos maullidos aullaban redención, y
sólo uno se encontraba más cerca de alcanzarla. Ninguno de los dos tenía idea
de quién la alcanzaría. Ninguno de los dos podía ansiarla más. Ninguno de los
dos creyó haber llorado tanto, ni volvería a hacerlo como en aquella momenta. Ninguno
de los dos viviría creyó haber vivido en aquella momenta. Uno de los dos se
equivocaba.
Para cuando
las lágrimas dejaron de arder, ya amanecía, y sólo uno de los dos la sintió
entibiarse con el aire helado de la mañana de invierno, mezclado con el amargo
regusto del seguiradelante. Hacia la tarde, en aquellas horas de color ocre que
aún no terminan su ciclo de calor, y parecen trepar la temperatura con ímpetu y
calma, el cuerpo sin cuarta vida de Madre sería hallado, y dado sepulcro bajo
las plantas de la plaza principal, o bien arrojado en una bolsa de consorcio
junto con otros desechos. Su cría encontraría un amigo unos breves momentos
antes.
La cría había
dormido con su rostro afelpado aún mojado, y quizá más mientras resoplaba en
sueños, bajo los rescoldos aún ardientes de un asado ya cenado, su apacible
aroma mezclándose y abriéndose paso hacia el pesar de su inexperto corazón,
calmándolo como sólo lo hacen las pequeñas cosas a las pequeñas personas. Bien
podría haberlo distraído un insecto extraviado, pero no alcanzaría a calmarlo
sino una fragancia perdida. Sin que lo sospechara, aquella llamada de carne
asándose a la parrilla le recordaría el sentimiento de paz cada vez que su
sensible nariz la detectara, ya no para dejarlo descansar, sino para hacerlo
desear vivir más—aunque fuera a costa de los demás.
Entre diarios
viejos y abollados, maderas rotas, y polvo de carbón, se había hecho una cómoda
cucha, refugio obligatorio de las almas que vagan, suspendidas y sin rumbo. Algunas
ratas corretearon a su lado durante lo que restaba de la noche, invisibles a
sus ojos cerrados, y se preguntaron si aquella bola de pelo no sería uno más de
ellos, sólo que un tanto más grande y con el hocico aplanado. Después de todo,
no era más mucho más grande que la palma de una mano. Muy lejos de ser una
rata, desconocía toda ley que las dominaba—puesto que creía firmemente que a
todo animal que se arrastrara por el mundo, un Algo Elevado lo mandaba y
comandaba. ¿Qué sería de las ratas y ratones? A él lo mandaba su Santa Madre, y
él no era nada más ni nada menos que un Hijo Sagrado, como cualquiera de sus
hermanos, sólo eso importaba en realidad. ¿Su Madre? Las Madres eran las
privilegiadas por La Grande para impartir su enseñanza, sus conocimientos. Pero
él se había quedado a mitad de la primera lección. Las Virtudes de Origen, las
tenía, sí, como cualquier Gato que ose llamarse tal las tiene: aterrizaba en sus
cuatro patas, entendía agazaparse ante presas y apresado, desconfiaba de
quienquiera que se acercase hasta realizar el examen olfativo correspondiente,
se abstenía de emocionarse de verdad y de dejarse llevar y, lo más importante,
ronroneaba cuando le resultara conveniente. La primera lección que uno aprende
es que tiene todo eso, y que debe honrar a Bastet empleando y respetando las
Virtudes. Un gato no aterriza en dos patas porque no sea capaz, sino porque
sería una deshonra. El afiance de todo eso por medio de técnicas que bordean la
maternidad para entrar en el terreno de la docencia, a aquello no había
llegado. El debido respeto, no lo conocía bien. Ese sería su primero error, su
desgracia primera. Muy a su pesar, y muy a su ignorar, había dejado de ser Hijo
para ser un simple hijo en el más completo de los desconocimientos.
Aquel gato
iba a tener nombre. E iba a tener súbdito.