lunes, 10 de agosto de 2009

El Tren de las Ocho

La alarma no había sonado y había dormido de más. Sin embargo, con un poco de voluntad, resistencia, no desayunar, y cruzar en diagonal del extremo de una cuadra a la otra, a zancadas, corriendo y jadeando, con un profundo dolor en el pecho por la violenta entrada y salida de aire, llegué a la estación a tiempo.

Miré mi reloj. Ocho menos cinco pasadas. El tren llegaría en cualquier momento, por lo que decidí sentarme en uno de los desvencijados bancos de pino verde a recuperarme y esperar, mientras observaba a la gente ir y venir, sin un rumbo o destino definido, sin un propósito, como androides carentes tanto de sentimientos como de voluntad. Tal era mi crítica de los ciudadanos de Nueva Bothingham. Fue, quizás, por eso que me alegré tanto al oír el chirrido de los viejos carriles, anunciando la llegada del tren.

No está de más decir que me precipité dentro. Odiaba a aquella muchedumbre. Por fortuna, los pasajeros que tomaban diariamente el expreso a Katya eran en su mayoría de los pueblos vecinos. Buena gente, en cuestión.

Sin embargo, había una razón especial por la que cada mañana acudía siempre a la misma hora y la misma estación. No daré nombres ni sexo, sólo le llamaré R.

Al entrar, me senté en el lugar más cercano e, inmediatamente, escudriñé el compartimiento. Ni el más recóndito lugar se escapó de mi vista, digna de la más prestigiosa de las aves rapaces. Fue por eso que concreté que no estaba allí. Sin darme cuenta, comencé a mover mis manos frenéticamente, ansioso, nervioso, como cual drogadicto sin su droga. Es gracioso, pues R era la mía propia. Quizás, por eso fue que me levanté e investigué, lo más disimuladamente posible, los demás vagones del tren. Uno por uno, fui examinando.

Mi desesperación iba creciendo a medida que comprobaba su ausencia en cada uno de los compartimientos que revisaba.

Estaba al borde del abismo de la desesperanza y desazón, cuando finalmente le vi, descansando en el último asiento del vagón final. Me conocía lo suficiente como para saber cómo me pondría al sentarme a su lado, por lo que decidí hacerlo frente suyo.

Me di cuenta de que había ingresado en mi estado catatónico cuando el contacto de sus ojos con los míos me despertó. Nuestras miradas se cruzaron por un breve instante que, a mi juicio, fue eterno. Desvió rápidamente la vista, mientras me preguntaba cuánto tiempo le habría estado viendo. No a R en cuestión, sino al motivo por el cuál le llamaba así. R era por rizos, aquellas finas hebras color ámbar que brillaban con el débil Sol del atardecer que ingresaba por las diminutas pero numerosas ventanas. Su cabello era tan llamativo y atractivo como lo era de perfecto.

¡Cómo me cautivaba aquello! No había vez que no me embobase viéndole, y entonces sucedía. Todas las mañanas, a las ocho y cuarenta y tres, apenas dos minutos antes de que el tren se detuviese en la estación de Perry, tomaba la decisión. Mis cuerdas vocales, lentamente, se preparaban para vibrar y generar la frase.

Apenas lograba balbucear una serie de vocablos sin el más mínimo sentido o coherencia. Sin embargo, conseguían que por lo menos se voltease, aunque fuese sólo un instante, para luego volverse nuevamente a la puerta mecánica y salir.

Y así, cada día me quedaba con las palabras en la boca, esperando al siguiente para asomarse tímidamente, en busca de una nueva oportunidad, en un horrible ciclo de interminable sufrimiento.

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