viernes, 14 de agosto de 2009

Amalgama, Entrega 1

Hay una muy especial ceremonia cuando alumnos nuevos ingresan en un curso ya establecido. Los grupos formados con anterioridad integran a unos pocos selectos.

Algunos salen favorecidos, y se unen a los “Directivos”, como son llamados los populares, líderes del rebaño estudiantil. Los requerimientos son simples: dinero y belleza. Si los tienes, tienes garantizada una posición estratégica: serás de capaz de conseguir todo cuanto quieras. Sin embargo, éste, lamentablemente, puesto que carecía de ambos, no era mi caso.


Tarde.

—Como siempre —nunca olvidaban recordarme mis tan queridos compañeros.

Es casi indescriptible cuánto los odiaba, ¡Y con razón! Me habían excluido desde el día en que crucé la entrada de Saint Frederic, una de las más prestigiosas y antiguas instituciones del solemne país de Lekishire. Nunca nadie osó contrariar a los Directivos. Bueno, casi nadie debo admitir. Leah e Iluenr fueron los únicos que se apiadaron de mí y decidieron hablarme. Quizás, porque ellos también eran parte del grupo de los rechazados, incluso por los demás rechazados sociales.

Fueron sus rostros los primeros que vi cuando abrí la puerta, con lentitud y sigilo. Me devolvieron una mirada nerviosa e intenté llegar a mi pupitre con cuidado. Sin embargo, mi eterna torpeza me condenó una vez más. Golpeé la pierna con el banco de Charlie Simmons, uno de los miembros de la elite aristocrática del salón de clase. Me miró. Su boca esbozó una sonrisa burlona que me paralizó del terror y dijo, en una voz exageradamente alta y chillona:

—Ten más cuidado, amigo Steve.

Como es obvio, la profesora llegó a escucharlo. Se volteó violentamente y me fulminó con la mirada.

—Siéntese, Morrison —sentenció, aunque había sido exactamente eso lo que intenté hacer, de modo que me encaminé cabizbajo, sintiendo cómo clavaba sus profundos y oscuros ojos pardos en mi espalda como afiladas navajas—. Espero que esta decepcionante conducta no se repita —agregó, enfatizando la palabra “decepcionante”, en cuanto conseguí llegar.

Sin más, con aquella misma asombrosa velocidadde antes, irracional para su edad, volvió a darse la vuelta, y prosiguió con la explicación de lo establecido por la Ley de Cero Contacto de 1920.

—Mal día para retrasarse —comentó Leah en voz baja—. La segregación de la Ley la pone de un humor aún peor que el habitual.

—Lo sé, pero no esta vez no tuve yo la culpa de la tardanza, el maldito motor del bus murió a mitad de camino, tuve que correr hasta aquí, y... —no terminé la frase.

Mi amiga había enmudecido, su rostro mostraba una mezcla de asombro y temor. Intentó decir algo, pero sólo consiguió tartamudear. Acabé por darme cuenta de lo que intentaba decirme, pero ya era demasiado tarde.

—¡Morrison! —exclamó la profesora, golpeando rabiosa mi pupitre con una regla, tan cerca de mi mano que pude sentir dolor—. Le concedo que llegue tarde, pero… —bajó la voz unas milésimas, y luego exclamó: —¡No toleraré que falte el respeto a aquellos que dieron sus vidas, luchando para destituir el régimen de Tolerancia Cero!

No sabía qué decir. Quería disculparme, pero no podía pensar en las palabras correctas para hacerlo. La mujer me lo solucionó, echándome casi a patadas del salón de clase, mientras las miradas se centraban en mí, tan hirientes como la expresión de la profesora. Las sentí escoltarme hasta la puerta.

3 comentarios:

  1. está bueno pero me gustaría que tan solo por una vez escribas algo feliz y no tan pesimista como ésto .)

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  2. Si no fuera pesimista no seria yo xD
    igual el resto de la historia no es tan deprimente.. es mas traumante que otra cosa :P

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