lunes, 20 de julio de 2009

Estudiantes Desesperados, Capítulo I

Abro un nuevo serial, aunque algunos ya lo conocen, es Estudiantes Desesperados, la historia más... picarezca por así decirlo, que he escrito hasta ahora xD



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Nuestra historia comienza aquí, en el campus de la Academia G. C. P., en la ciudad de Nueva Oxford, Lekishire. Mi nombre es Ara Maurtir, una respetada señorita de la alta sociedad. Antes de mi trágico accidente, estudiaba en esta Academia. Tenía las más altas notas, era bella, talentosa y adinerada. Fueron estos los factores que hicieron que jamás nadie hubiese podido llegar a suponer lo que ocurriría aquél fatídico día de enero.

Nos encontrábamos en la biblioteca de la Universidad, preparando un trabajo final, cuando me levanté de la mesa.

—Voy al baño —dije, aunque en realidad lo que menos tenía eran ganas. Al menos, no de lo que ellos creían.

Subí las agotadoras e interminables escaleras hasta llegar al tercer piso, donde se encontraban los lavabos. En mi camino, pasé junto a un gran ventanal. Pensé en tirarme reiteradas veces.

—Es más difícil —me dije para mis adentros—. No tengo la valentía suficiente como para hacerlo.

De modo que entré al baño de las chicas y metí la mano en el bolso. Tanteé una empuñadura y la sujeté firmemente por unos segundos. Congelada por el temor, mi respiración se volvió nerviosa y pesada.

—¿Estará bien? ¿Será corto? ¿Sufriré mucho?

Al cabo de unos instantes que se me hicieron eternos, me armé de valor y saqué el arma. Observé mi reflejo en el metal e, instintivamente, me arreglé el cabello. Si pienso suicidarme debo asegurarme de que mi cuerpo sin vida se vea bien, aunque acabe pudriéndose en un cajón seis pies bajo tierra. Estaba a punto de jalar el gatillo, cuando me di cuenta de que me había olvidado de algo fundamental: la carta suicida. Naturalmente, no tenía con qué escribir ni dónde, por lo que decidí improvisar. Tomé el lápiz labial y escribí en el espejo. No estoy muy segura de qué podrían decir aquellos últimos garabatos rojo carmín, pero lo más seguro es que no hayan sido demasiado agradables. Una vez acabé, guardé el maquillaje en el bolso y tomé el arma nuevamente. Le quité el seguro. Probé diferentes posiciones, pero ninguna me gustó demasiado, hasta que decidí simplemente apoyarla en mi sien. Titubeé durante unos breves instantes hasta que finalmente presioné el gatillo y me desplomé en el suelo, muerta. Debí de haber hecho una considerable cantidad de ruido, puesto que al cabo de unos pocos minutos, mis amigos subieron corriendo agitadamente por las escaleras.



Mi funeral tuvo lugar tres días después de mi muerte y fue bastante privado. Sólo mi padre, Richard Maurtir, multimillonario empresario dueño de Unstable Corp., mi hermano, Michael, uno de los tontos deportistas musculosos y descerebrados del montón, mi novio Esteban, talentoso escritor de novelas sin final y dibujante retirado, nativo de un país latinoamericano, mi mejor amiga Códex, hábil programadora y única con la capacidad de interpretar el funcionamiento de todo artefacto jamás inventado, y la zorra del campus, Emma. Realmente no sé qué podría llegar a hacer allí. No la considerábamos amiga, por lo menos no yo. Entonces, ¿Qué hacía ella ahí?

—¿Por qué crees que lo hizo? —le preguntó Esteban a Códex.

—No lo sé, pero estoy segura de que fue por algo muy grave, de eso no cabe duda.

—Pero ella jamás haría algo así, Ara amaba la vida. Creía que era el milagro más grande de todos.

—No me explico entonces porqué lo hizo. ¿Por qué? —se volteó hacia mi novio—. ¿Por qué lo hizo, Esteban?

Antes de que pudiese replicar, rompió a llorar en su hombro. La abrazó.

—No lo sé, pero lo averiguaremos —la consoló—, pronto.

En el otro extremo de la habitación, mi hermano lloraba mientras acariciaba mis dorados cabellos, su tristeza evidenciada en sus ojos hinchados y rostro empapado de lágrimas. Fue en ese momento cuando, repentinamente, de detrás suyo, Emma apareció y lo abrazó. Se soltó, casi instantáneamente cabe aclarar, y entonces comenzó a gritarle:

—¿Qué te crees que haces?

—Te estoy consolando por tu pérdida, por supuesto, ¿Qué más habría de estar haciendo?

Entonces comenzaron a discutir.

Mi novio dirigió la mirada hacia otra esquina de la habitación, donde se encontraba mi padre. Su rostro lucía impasible mientras observaba el paisaje del campus a través de la gran ventana frente suyo. Parecía como si no le importase en lo más mínimo que yo ya no estuviese más con vida. Se lo veía incluso aliviado. Pensaba en reflexionar sobre eso, pero entonces debió atender a mi amiga, quien volvió a llorar. La pelea entre Michael y Emma se tornó más acalorada, y los insultos no tardaron en volar por todo el lugar.



Aquella noche Esteban, Códex y Michael no pudieron dormir, los recuerdos de todo aquello que pasaron junto a mí los torturaban. Los abrazos, las charlas, las peleas, los juegos, los secretos confiados, todo. Y en ese mar de tristeza y depresión, siempre estaba presente aquel horrible sentimiento de “¿Por qué no hice nada? ¡Debería haber hecho algo para evitarlo!”. Tampoco faltaba la clásica pregunta de porqué habría querido quitarme la vida, qué cosa tan terrible me podía haber sucedido como para que tomase tal decisión. Tan lejos de averiguarlo, indagaban sobre mí, cuando era sobre ellos de quienes debían hacerlo.

Sí, sin duda esas tres personas no dormirían tranquilas esa noche. En cambio, en la otra punta del campus, en una casona sobre la calle Mann, Emma Reardon dormía como un bebé, totalmente despreocupada, puesto que yo no le importaba un perro*.



La semana siguiente al incidente fue relativamente normal. Todos los que no estaban directamente implicados parecían haberlo olvidado, o al menos no se veían demasiado tocados por el hecho, aunque las chicas no perdían oportunidad de intentar “consolar” a mi hermano y a mi novio. Sin embargo, ellos dos y mi amiga habían tenido notables cambios en su actitud. Michael se había vuelto incluso más introvertido que antes. A duras penas salía del gimnasio, y cuando lo hacía, no hablaba con nadie. Podría decirse que las pesas eran su distracción. Esteban modificó totalmente los temas de sus historias. Si antes me parecían tétricos sus relatos, no sé cómo describirlos ahora. Mi amiga, por otro lado, optó por un sano y productivo pasatiempo: decidió centrarse en la reconstrucción y “desobsoletización” (término creado por ella misma) de una antigua computadora de principios de los ochenta. Incluso Emma parecía estar cambiando, aunque fuese lentamente, su actitud de zorra a una algo más normal.

Ese mismo día, los cuatro habían acordado reunirse en la biblioteca con la excusa de realizar un trabajo de clase. Sin embargo, aquello que hicieron tuvo poco que ver con ninguna clase de la Academia.

Al llegar al edificio y encontrarse, no lo dudaron ni por un segundo, y subieron corriendo las escaleras, con rumbo el tercer piso, sólo para encontrarse con un baño de mujeres clausurado y un guardia en la puerta.

—Hasta aquí llegamos —dijo Códex.

—No lo creo.

Se voltearon hacia la zorra, quien, con una ampliamente falsa e igualmente irresistible sonrisa, cruzó el corredor contoneándose vivamente y se le acercó al hombre.

—¿Está coqueteando con él? —le murmuró Michael a Esteban.

—Eso parece.

Y, de la nada, la muchacha lo tomó de la corbata y le plantó un beso. Los tres oyeron un sonoro ruido que les indicó que estaban haciendo algo más contra una de las paredes. Entonces les hizo señas para que entraran. Una vez lo consiguieron, se soltó del guardia, que por esos momentos se encontraba en la quinta nube, y entró también.

Por mera casualidad, y gran fortuna para ellos, el espejo con mi nota no había sido limpiado aún. Mi amiga se acercó y lo leyó en voz alta:

—“Si están leyendo esto es que he dado el gran paso. Antes de que se apresuren a sacar conclusiones, quiero aclarar que no padezco de ningún trastorno psicológico o mental. Lo que me llevó a cometer este acto fue el estrés. El estrés de lidiar con sus más profundos e íntimos secretos —hizo una pequeña pausa y tragó saliva antes de continuar—. Aquellos por los cuales morirían si se diesen a conocer” —concluyó.

El resto de mi carta estaba borroneada. Códex, quien se había contenido hasta ese momento, no lo soportó más y rompió a llorar. Los cuatro se fueron, y en el instante en que lo hicieron, una muchacha de tez oscura salió de uno de los cubículos del baño. Su mano estaba manchada de un pastoso rojo carmín.



Ya entrada la noche, mis tres (de ahora en más así denominaré al conjunto formado por mi hermano, mi novio y mi amiga) y la zorra, se encontraban en la sala de estar de nuestro lúgubre y amplio hogar, sobre la calle Madison, en el centro del campus.

—¿A qué secretos creen que se refería Ara? —preguntó Códex, rompiendo el silencio que había imperado en la habitación por los últimos quince minutos

—Dijo “sus más profundos e íntimos” —dijo Esteban, con un dejo sarcástico, recalcando lo obvio, y agregó:—. Seguramente, la carta se refería a nosotros, pero ¿qué le hemos contado a ella que pueda ser tan vergonzoso?

—No necesariamente se trata de algo vergonzoso —intervino Michael, pensativo—, creo que se refería más bien a algo terrible. Oscuro.

La sala volvió a sumirse en profundo silencio. Se observaban los unos a los otros, sus rostros carentes de emociones, intentando indagar en sus contrariamente preocupados y confusos ojos cuáles eran aquellos secretos. Hasta que Emma decidió poner fin a la eterna e insoportable interrogación ocular:

—Está más que claro que nadie puede ser tan estúpido como para contar su peor secreto, así que les propongo algo: empiecen a develarlos, por sus propios medios.

Sin más, se levantó del viejo sofá y se marchó, dejando a todos con algo más en que pensar.



*Perro es la expresión coloquial para comino o bledo.


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