jueves, 30 de julio de 2009

Amanecer

Había visto el amanecer una única vez en mi vida, y nunca nada tan bello se había aparecido ante mis ojos.

Por esos momentos necesitaba algo que me levantara el ánimo. Me levanté de la improvisada cama de la sala y me abrigué lo suficiente como para sobrevivir en el invierno neooxfordiano montañés.

Me encaminé al gran acantilado, ubicado en el extremo oeste de la reserva, aunque conocía, y muy bien, las reglas, las cuales prohibían terminantemente su ingreso.

Pero eso ya poco me importaba. No ahora que lo sabía. Por algo aconsejan jamás escuchar a escondidas. Era una pena que tuviese que entenderlo de tan horrible forma.

Me recosté en la hierba recién bañada por el rocío matutino. ¿Merecía la situación que me encontraba intentando sobrellevar? Reconozco que aquello que hice estuvo mal. Pero por lo menos quise encomendarlo. No entiendo porqué el destino me maldijo por al menos intentarlo. Lo único que quería era compensárselo.

Sin embargo, había fallado. Y rotundamente, por cierto. Me abracé. A pesar del considerable abrigo, sentía al aire helado. ¿Tendría algo que ver aquel frío con mi estremecer? ¿Se trataba de otra cosa? ¿Acaso de lo que acababa de descubrir? ¿Era por los tortuosos sucesos sucedidos en las últimas semanas?

Sólo había algo claro en aquella absorbente y oscura negrura: el hecho de que no me sentía para nada bien. El alba aliviará mis penas, o al menos eso fue lo que me repetí una y otra vez, intentando convencerme. Pero, ¿me vería entonces obligado a acudir a este lugar y observar el apacible amanecer todos y cada uno de los restantes días de mi miserable y tortuosa vida para no sucumbir? ¿Sería capaz de hacer esto hasta el final, con tal de no matarme? Y, en todo caso, ¿valía aquello la pena? Sobrellevar lo que restaba de mi pena sería difícil, y más aún sabiendo que la máxima recompensa posible por ello sería ver la sencilla alborada. Tan sólo eso.

Era muy tentador. No fui consciente de mis movimientos cuando me acerqué al extremo del abismo y perdí mi mirada entre las olas rompientes y las gigantescas rocas que las rodeaban, desde casi cincuenta metros más abajo. Las oí susurrar. “Ven, acércate, zambúllete en la eterna paz, líbrate de todos tus problemas y preocupaciones”. El tono era suave y no me lo hacía más fácil. Sumido aún en aquel profundo estado de estupor, di un paso al frente. Sólo dos o tres más y ya todo habría acabado. Jamás tendría que molestarme por algo más.

Fue entonces, a escasos momentos de lograrlo, cuando me asaltaron las dudas. ¿Dolería? ¿Hallaría paz? ¿Qué sucedería una vez mis huesos y órganos colapsaran? ¿Habría un cielo o infierno? ¿Espacio en blanco? ¿Cómo sería dejar de vivir? ¿Dejar de pensar? ¿De razonar?

Fueron todos misterios de la vida, o muerte mejor dicho, que siempre quise develar. Esa fue la razón que me llevó a dar unl segundo paso, y seguramente hubiese dado el tercero y final, pero algo me detuvo. Pasos cercanos. Sonoros. Me di la vuelta y le vi. Su voz me llegó a la distancia, instantes después. Cualquier persona me hubiera reportado, pero no, aquella no. Le sonreí distraídamente cuando llegó a mi encuentro, perdiéndome en sus ojos verde azulados, pacíficamente claros como agua de manantiales. En su mirada no noté el menor atisbo de preocupación, sino la seguridad y felicidad que siempre acompañaban su bello rostro. No se había percatado de mi intento de suicidio.


Dedicado a CDLOL, mi quinta inspiración

No hay comentarios:

Publicar un comentario